Se entretiene con sus juegos
inocentes
y así no percibe la crueldad que
prospera
a su alrededor. Hay tanta claridad
en el jardín
donde habita, que sus ojos
deslumbrados
no son capaces de ver esas sombras
que deambulan entre los rayos de luz.
No son altivez ni soberbia los
rasgos que perfilan
su carácter, sino esa indolencia
tan propia
de los que viven inconscientes de
todo
y se sienten dueños de su destino.
Sin embargo,
toda mirada se habitúa a
distinguir lo oscuro
y un día se le desvela cuanto permanecía ignorado.
Es la manera más normal de iniciar
el descenso,
ese empuje hacia abajo que
acompaña
a toda decepción, ese hundirse en
el agua
o penetrar en la tierra para que
el cuerpo
se impregne de realidad hasta
hartarse,
porque siempre se cansa uno de todo.
Así, cualquiera que sea el
comienzo, tarde o pronto,
se acaba abajo, en lo más hondo y
profundo
de esa sima que nos precede y
aguarda.
Puede haber dolor y desasosiego,
pero no es verdad que siempre
medie engaño,
ni que nada merezca ser rescatado.
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