Estar solo, sentirse solo,
no puede decirse que sea malo
ni obligadamente bueno, más bien
depende
de las ganas que se tengan
de permanecer sentado,
una tarde en que el mundo
prefiere el movimiento.
Entonces, sólo entonces,
puede que llegue el momento
de saber, por fin, si tu lado
es el de los vivos o el de los
muertos,
porque vivir es también gozar la
soledad,
cuando todo te invita a compartir
con otros un precioso tiempo.
Y se puede morir perfectamente,
después de aceptar el reto
de conversar con nuestros
semejantes
y de intentar entender mil veces
aquello que son y pretenden,
porque no hay necesariamente amor
en ese dejarse llevar por la
corriente.
La soledad no es un concepto,
sino algo que cada uno vive
distinto.
Por eso hay quien la sufre con
dolor,
cuando pierde aquello que creía
suyo,
y hay quien penetra sin malicia
en sí mismo, atraído por el
encanto
de vivir sigilosamente hacia
dentro.
La soledad, en fin, es siempre
aquello
a lo que uno se enfrenta cuando le
pesa
la inmensa fatiga de los años,
y decide aceptar definitivamente
que ya nunca podrá intentar ser
otro,
pues no hay nadie que lo ayude
y sabe que así seguirá siendo.
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