Al principio la certeza nos
estremece:
saber con precisión cómo aquel
comienzo
sólo podrá tener ese final, no
dudar
de lo que somos cuando conocemos
perfectamente nuestros defectos,
que son causa de profundo enojo.
En eso estamos cuando sin preaviso
la confusión nos cambia de lado,
y por no saber dónde permanecemos
nos resulta fácil creer que
nuestro paradero
se ubica en el lugar correcto, y
nos volvemos
tan necios que afirmamos ser
capaces de todo.
Mas nunca para la rueda, y después
de un tiempo
el destino da otro giro y nos
sorprende
devolviéndonos al punto de origen.
Sin embargo,
ya no es posible recuperar aquella
certidumbre,
y lo que antes nos parecía
evidente
ahora se nubla, como si fuera un
sueño.
A continuación sobreviene otra
mudanza
y de nuevo pasamos a la otra
parte,
donde nada es
ya igual que entonces,
pues han variado las convicciones
y no resulta propicio aquel
optimismo
que ahora tildamos de
inconsciente.
Y nunca se detienen los trueques,
uno tras otro, hasta que aquí y
allá,
en todo tiempo y circunstancia,
creemos hallarnos en el mismo
sitio,
desprovistos de fe pero sin
estremecimientos,
pagando esa lucidez a un alto
precio.
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