Hay un final ingrato para cada
orgullo,
una lacerante humillación
cerniéndose
sobre todo aquel que un día se
ufanó
de ser más fuerte y malicioso.
Siempre hay una derrota en espera
y a su tiempo toda cabeza se
inclina
hacia el suelo para mirar muy
abajo,
en señal de duelo por uno mismo.
Nada tememos tanto como ser
nosotros
quienes suframos las afrentas,
pues por mucho que se diga sólo
aprendemos
si la herida se abre en nuestro
cuerpo.
Y así la vida nos enseña
crudamente
las distintas maneras de sufrir en
silencio,
porque toda experiencia del dolor
es también un modo de estar solo.
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