L'historiador i filòsof José Luis Villacañas ha publicat al diari LEVANTE un article d'opinió que em sembla molt encertat i esclaridor. En temps de confusió com els que estem vivint actualment, és d'agrair que encara resten persones capaces d'il·luminar el camí de la racionalitat i del sentit comú, que també és el camí de la democràcia.
L'esmentat article fa així:
¿De qué es síntoma demandar cosas
contradictorias? De una capacidad reflexiva colapsada. Y que la capacidad
reflexiva colapse es indicio de desesperación. Ahí está Pablo Casado. Y esas
dos cosas contradictorias que demanda Casado es que se mantenga a Franco como
jefe de Estado honorable en el monumento glorioso que diseñó para que su paz y
su concordia fueran la paz y la concordia entre todos los españoles, y además
se defienda a Llarena en Europa. Aparentemente las dos cosas no tienen mucho
que ver, pero solo a primera vista. Ambas son índices de la excepcionalidad
española en Europa. Ambas reflejan la calidad de nuestra democracia.
La clave que ha impedido que Franco
sea retirado de esa posición gloriosa, con todo el respaldo de un Parlamento
democrático, es un síntoma de hasta qué punto muchos españoles llegan a nuestro
régimen constitucional sin serias convicciones democráticas. Para ellos
democracia es que se reconozca su posición franquista, no tanto que se asuma la
democracia como un conjunto de valores materiales contrarios a Franco. Cuando
Casado irrumpió con declaraciones que acusaban al Gobierno de remover cosas que
habían pasado cuarenta años atrás, era incapaz de ver que esas cosas no habían
pasado. Seguían pasando. No eran cuarenta años atrás, sino durante cuarenta
años. Casado no quiere entender que dar honores públicos al dictador es
reconocer que nuestra democracia mantiene una continuidad con su régimen, que
no es un régimen basado en la decisión constituyente del pueblo, sino en la
continuidad histórica con la dictadura.
Pero entre una dictadura y una
democracia no hay continuidad posible. Aquí echamos de menos una mejor
formación académica de Casado. Este no se toma en serio a la democracia
española cuando pretende que además se mantengan los honores a Franco. Para él
nuestra democracia es un armisticio, no una paz. Muchas declaraciones
increpaban al Gobierno con frases como «Sacad a los vuestros, pero dejad a los
nuestros». En este sentido es muy preocupante que el régimen democrático no
signifique la superación de esos «bandos», y sobre todo que el uso básico de un
poder democrático contra la honra pública de un tirano sea concebido como un
acto de un bando. Es como si mucha gente mantuviera ancladas sus posiciones
vitales en el fenómeno de Franco como una legitimidad mayor de la que se deriva
de una decisión democrática constituyente.
Que en esta apreciación Casado y los
suyos se beneficien de la poca consideración que los gobernantes democráticos
españoles han tenido de sí mismos, no disminuye el problema. Eso ha dado lugar
al argumento de que no se considere urgente esta medida. Como si no fuera
urgente abandonar una excepcionalidad europea y mundial, como es la de trazar
una continuidad entre nuestra democracia y aquel régimen, que se aupó al poder
con el apoyo de monstruos políticos como Hitler y Mussolini y que mantuvo
durante cerca de cuarenta años una dictadura violenta. Por lo demás, es verdad
que esa retirada de los honores a Franco no sería sino una primera demostración
de voluntad, la primera e inicial. Pues lo que es complemente vergonzoso para nuestra
democracia es que, a la hora de imaginar un memorial sobre la Guerra Civil,
todavía se siga en obediencia a la mente de Franco y se esté pensando en
reutilizar el Valle de los Caídos. Quien piense en esa reutilización se
aproxima de forma peligrosa a los que todavía ven entre el régimen de Franco y
nuestra democracia alguna continuidad existencial.
No. La democracia española debería
estar en condiciones de imaginar un memorial de la Guerra Civil propio,
completamente diferente del que imaginó Franco. Porque jamás podrá ser el mismo
ni por espíritu ni por contenido. Y deberíamos ser capaces de diferenciar entre
el perdón recíproco que debe reunir a los muertos en la Guerra Civil, y la
memoria objetiva que deberíamos ser capaces de crear acerca de un régimen
tiránico. Para que el primer memorial pudiera ser digno de un pueblo maduro,
debería contar ya con el registro de las exhumaciones de todas las fosas
comunes que todavía restan por hacerse y que constituye un oprobio que recae
sobre nosotros como pueblo. El memorial que reconstruya la historia del
franquismo debe ser otra cosa muy diferente y, aunque ninguna de las dos
actuaciones tenga efectos forenses, uno debe estar inspirado por el espíritu de
piedad y perdón recíprocos; el otro, por el de la objetividad. No ser capaz de
diferenciar entre estas dos cosas y su estilos diferentes, es uno de los
fallos, en mi humilde opinión, de la Ley de la Memoria Histórica.
Pero en todo caso, ambos memoriales
nos igualarían a los pueblos de Europa, que por doquier, en todas las plazas de
sus ciudades, se han mostrado capaces de honrar a sus caídos, distanciarse de
su historia terrible y no ensalzar la memoria de aquellos que deberían ser
olvidados. No pedimos para Franco nada diferente de aquello que Vives, cuando escribió
las oraciones sobre Sila, exigió para el dictador romano: que volviera a la
vida privada. No deseamos nada indigno para sus restos mortales. Es la única
forma que tenemos para expresar la voluntad de que no vemos ni comprendemos
nuestra democracia obligada a rendir honores a su nombre, sea cual sea su
actuación histórica y por importantes que sean las huellas que haya dejado. Es
un asunto de principio político. Hacerlo constituye el sentido común de los
pueblos democráticos europeos.
Por eso, cuando Casado se aferra a
Franco y al mismo tiempo pide que el Estado español defienda a Llarena en
Europa, pide un imposible. La solicitud es miope porque considera que se puede
seguir operando como si el Estado español no se sintiera concernido por el
sentido común europeo. Actúa como si viviéramos solos y tuviéramos la capacidad
de reclamar la comprensión de nuestros socios y amigos, separándonos de su
sensibilidad para cuestiones fundamentales. Ignoro si esta actitud, que
defiende a Franco y la actuación del juez Llarena al mismo tiempo que reclama
un reconocimiento que solo la libertad europea puede dar, está conectada
materialmente. No quiero entrar en la posible insensibilidad democrática que
pudiera unir ambas cosas. Sólo llamo la atención sobre un hecho: que eso que se
llama defensa del Estado con grandes palabras, se alcanza de forma mucho más
efectiva con actuaciones que hacen del Estado una democracia solvente. Y eso
también implica interiorizar el sentido común de nuestros amigos europeos.
Al no darse cuenta de estas
conexiones ideales, Casado y su gente no muestran otro sentido del Estado que
el del agravio, la resistencia numantina, la obcecación y el colapso reflexivo.
En esto se parecen a los independentistas catalanes, que solo se sienten cómodos
arrastrando a la gente al conflicto amigo/enemigo. Por supuesto, la base de
todo eso es la comprensión instrumental de la democracia, que es usada y
aceptada sólo como instrumento para realizar fines que en sí mismos no son
democráticos. Aquí una vez más se parecen Casado y Puigdemont. Ambos, en todo
caso, esperan engrosar sus filas con aquéllos que, carentes de herramientas de
análisis, se muestran cansados y desesperados.
No así nosotros, que tenemos la
obligación de no abandonar nunca esas herramientas. Por eso no nos cansaremos
de decir que la mejor defensa del Estado es aquélla que obliga a sus actores,
jueces o políticos, a trabajar interiorizando el sentido común europeo. Ya no
somos el sistema jurídico soberano que creímos ser. Ahora todo tiene una instancia
europea. Siempre la tuvo, pero si hoy lo seguimos ignorando, es que estamos
ciegos. Y fue responsabilidad de Llarena acrisolar sus percepciones según esa
sensibilidad europea. Que ese sentido hoy esté desdibujado por tanto
oportunista como Salvini, no quiere decir que no exista, ni desde luego nos
exonera de ejercerlo. Existe. Y si no lo hacemos valer lo pagaremos, como en su
día dijo Plessner, «con nuestra conciencia y nuestra fe».