Absurdo.
Absurdo y deshonesto, pues dudo que la
pareja se preocupara por las consecuencias de una posible detención. El hecho
de que se desvincularan de la realidad del robo con tal sandez sólo puede
responder a la hambrienta necesidad de exhibirse como ejemplo de moderación y
tolerancia; una tolerancia que no tiene que ver con la comprensión hacia el
otro, hacia el hombre, sino una condescendencia vergonzosa hacia el hombre
negro. Sólo ven el color.
Negro, blanco o cualquier color. También es lo primero que veo al conocer a
alguien. Durante los primeros instantes su color es el indicativo que va a
determinar mi conducta inicial hacia esa persona. Al escribir esto no ignoro
que muchos pueden juzgarme, pero también sé que al escribir lo contrario —es
decir, que hasta hace muy poco yo no veía el color— también me sentenciarán,
porque no ver el color es imposible, dirán, todos estamos
condicionados por un racismo inherente
a nuestro propio tono de piel al nacer. Todos, excepto, claro está, los blancos
que hacen del mensaje antirracial una suerte de salvoconducto que les permite
alzarse como moralmente superiores. El problema es que, en la mayoría de los
casos, esta olimpiada por identificarse como imprescindible en el devenir
social —es decir, no racista, no especista, no tránsfobo, no binario o no
cualquiera de las ya miles de variantes de estas fallas del alma humana— empieza
y termina en esta misma proclamación. Detrás del mensaje no suele haber nada, y
mucho menos un verdadero compromiso solidario. No veo que la situación social
haya mejorado desde que batallamos por clasificar y asignarnos un puesto dentro
de la defensa de cualquier minoría; es más, la mordaza del mensaje es tan
potente que se anula a sí misma. Ya no se puede decir, por ejemplo, que la explosión demográfica en África sigue siendo un problema. Estamos inmersos en una suerte
de totalitarismo como el que Hannah Arendt asignaba a
los totalitarismos del siglo XX: un fanatismo que tiene mucho más que ver con
una lógica de la idea desarraigada de la realidad que con un pensamiento
vinculado a la libertad, la reflexión o el sentido. No se privilegia la
humanidad de las ideas que se defienden, sino únicamente los mecanismos por los
cuales estas ideas funcionan y se retroalimentan en un plano muy ajeno a la
acción progresista. En un momento en que aparentemente la defensa de ciertos
principios importa más que nunca, resulta paradójico que el compañerismo y el
bienestar social se manifiesten seriamente perjudicados, y el ser humano va
quedando reducido a un charco de abstracciones que no son más que una tentativa
de dominio absolutamente individual y agresivo.
Todo o casi todo es cosmética. Lo que se sigue llamando ideología es una
mujer europea o norteamericana de piel y ojos claros que se riza el cabello a lo afro y
utiliza maquillaje oscuro para legitimar ante los demás su discurso
reivindicativo por los derechos de la comunidad afroamericana. Este personaje
no es ficticio; existe en la figura de Racle Dolezal, mujer
norteamericana y blanca que durante 10 años se hizo pasar por descendiente
afroestadounidense y llegó a presidir la Asociación Nacional para el Avance de las
Personas de Color (NAACP). Dolezal insiste en que su identidad es negra y, por
tanto, no ha engañado a nadie, mientras que sus detractores la excomulgan de la
comunidad porque, al ser blanca, no puede tener idea de lo que realmente
significa ser negra. Sin embargo, a pocos les extraña que un señor nacido y
crecido con el nombre de Andrés, pero que ahora se llama Anna, trans y negro,
se indigne de que una mujer blanca se identifique como negra. De nuevo, el
absurdo, absurdo por la absoluta arbitrariedad de los discursos, que ni
siquiera se detienen en preguntas esenciales: ¿en qué principios culturales,
éticos o biológicos nos basamos para defender que el sexo con el que nacemos es
fluido, pero, sin embargo, no podemos desprendernos de ninguna manera de nuestro
tono de piel? ¿Es la identidad racial una cualidad más inherente al ser humano
que la identidad sexual y por tanto se le asigna un mayor estatismo? ¿Qué somos
primero, sexo o color?, ¿sexo o lugar de nacimiento? Lo curioso es que, ante la
dificultad de respuesta a estas cuestiones, frente a las que yo personalmente
titubeo, una inmensa mayoría parece estar dotada de una clarividencia que le
permite discernir sobre las identidades de los otros, nada menos.
Uno de los peligros de la ideología hoy es que está desvinculada del
problema en sí, y más bien se utiliza como seña de identidad; sólo tiene que
ver con nosotros mismos y nos separa del resto del mundo, porque el resto del
mundo sólo importa en la medida en que lo usamos para ubicarnos en nuestro reducido
núcleo de otros que no nos van a llevar la contraria. Nos definimos hasta el
punto de que uno tiene problemas para mantenerse al día de todas las
consideraciones que hay que tener en cuenta para dirigirse a alguien desde su
naturaleza sexual, racial, de género. Es un etiquetado que sólo deshumaniza en
un mundo de farsantes, más cínico que nunca, más vacío, donde los verdaderos
activistas, los más silenciosos y efectivos, no son escuchados porque no
requieren ser vistos. Esto responde a una lógica similar a la de aquellos que
se oponían a la erradicación de la mendicidad en la España del Siglo de Oro. De
acuerdo con la doctrina de la Iglesia, la conservación de la pobreza era
necesaria para que los ricos pudieran practicar la caridad de la limosna y ganarse
así la salvación de su alma. ¿Y cómo se aseguraba la limosna? A través del
sermón. El poder del sermón cumple hoy, mediante su adoctrinamiento, una
función similar a la que ejercía hace cinco siglos. Esta defensa de las
minorías es en gran parte una falacia, un sermón ideológico que necesita que el
negro, la mujer o el moro sigan siendo vistos como el negro, la mujer y el moro
de hace 50 años para que otros puedan ostentar su superioridad moral. El
discurso ideológico es la limosna contemporánea, el ejercicio de caridad de los
privilegiados de hoy. La defensa de los derechos de los más desfavorecidos es
cada vez más un simulacro que lubrica el engranaje de un mundo especialmente
desconsiderado y cada vez más racista. No quiero ver el color, no quiero exhibir
mis limosnas, y, desde luego, no acepto sermones que sólo se pronuncian para
beneficio y exhibición de unos párrocos consentidos.